La Nación,
el 8 de diciembre de 2017, publicó la nota “¿Un mundo sin agroquímicos?” (http://www.lanacion.com.ar/2070279-un-mundo-sin-agroquimicos). El título parece invitar a un análisis profundo sobre el tema más vital y controvertido de hoy, pero nos lleva por un mar de juicios infundados,
falta de lógica y execrable ética.
El encabezamiento ya nos enrostra una declaración
totalmente improbable: “sin estos productos habría mucho
más hambre del que hoy existe”. Suena a verdad indiscutible porque a nivel de parcela se
produce más usando tóxicos que sin ellos, pero eso no se puede extrapolar a
nivel macro. La agricultura moderna destruye a la producción campesina, que es
la que abastece a los más pobres, mientras produce forraje y commodities para la industria. El 50 % de la producción en
este modelo se pierde como desperdicio; y el resto, si bien equivale a un 20 %
más de lo que se necesita para alimentar al mundo, no puede ser pagado los
hambrientos. La agricultura ecológica
con comercio justo sí puede alimentar al planeta entero porque aprovecha mejor
tanto el recurso humano como los demás: agua, suelo, capital. Lo fundan muchos
artículos científicos; un ejemplo: MODELOS ECOLÓGICOS Y RESILIENTES DE
PRODUCCIÓN AGRÍCOLA PARA EL SIGLO XXI, -Department of Environmental Science,
Policy and Management, University of California (http://revistas.um.es/agroecologia/article/viewFile/160641/140511). En esta
línea, Naciones Unidas recientemente desmintió que los agroquímicos tóxicos
sean necesarios para producir alimentos, los responsabilizó por la muerte de al
menos 200 mil personas al año, denunció el lobby empresario y confirmó el
impacto de los agroquímicos en la salud y el ambiente.
Otro juicio
de base del artículo es llamar “judicialización de conflictos por toxicidad” al
aumento de causas penales y civiles. El fundamento es que en Estados Unidos hay cientos de casos
por año y en Argentina miles: no toma en cuenta que los casos de toxicidad son
mucho más graves y numerosos en los países en que hay reglas más laxas y
peores controles. El 63 % de las frutas, verduras y hortalizas que se consumen
en Buenos Aires y La Plata (donde viven 20 millones de personas) contiene agroquímicos
tóxicos, según información del SENASA, -extraída bajo la presión de un amparo
judicial interpuesto por “Naturaleza de Derechos”-. El envenenamiento de las zonas rurales es
mucho mayor en Latino-América que en América del Norte, así como el de los
alimentos. http://www.biodiversidadla.org/Portada_Principal/Documentos/Argentina_Agrotoxicos_en_la_mesa
Atreviéndose
más todavía, argumenta que es
equiparable la contaminación ambiental causada por motores y artefactos domésticos
con la de los biocidas, sin mencionar estadísticas porque todas lo
desmentirían. El tema no es trivial. La Red Universitaria de Ambiente y Salud
solicitó la intervención de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos
adjuntando informes y pruebas contundentes de daño grave e irreparable a la
salud humana, del que se derivan consecuencias sanitarias como el aumento
considerable de enfermedades graves: cáncer, leucemia, malformaciones, abortos
espontáneos, lupus, etc, que los médicos de distintas localidades y provincias
del país vienen denunciando desde hace años. Incrementos de más de 300 % para
algunas de estas enfermedades en pocos años, coincidentes con la llamada
“sojización”. (http://renace.net/?p=5676)
Luego predice que sin agroquímicos tóxicos quedaríamos
afuera de la “modernidad”. No explica el concepto de modernidad pero nos deja
un miedo crucial: o nos dejamos envenenar o vivimos en cavernas. Aquí es donde
más claramente choca contra las evidencias de explotaciones extensivas que
logran excelentes rendimientos sustituyendo biocidas por buen manejo de suelos,
control biológico de plagas y otras técnicas -algunas tradicionales, otras, más
modernas que el sistema contaminante-. (http://www.huerquen.com.ar/Nota.php)
El artículo
niega toda la información científica sobre los daños que producen, tanto los
transgénicos, como los insecticidas y otros tóxicos que ingerimos; también
ignora los estudios sobre deriva de nube tóxica y afirma -sin ninguna
justificación- que 1000 metros de distancia de restricción para cascos urbanos
es “exagerada”. La realidad es que encontraron en la Antártida insecticidas
aplicados en la zona pampeana, y en Islandia sustancias tóxicas aplicadas en
viñas francesas. Un líquido pulverizado en el aire viaja mucho más lejos de lo
que se creía hace pocos años.
Cuando se refiere al componente social del drama, es en tono
de burla. Escribe que los pobladores reaccionan “como si la magnitud de las
siembras o la especificidad de lo que se cultiva predispusiera a la violación
de la ley”. Este juicio oculta un hecho
muy probable: la monocultura y las siembras gigantescas son el negocio que se
acabaría sin biocidas. La agronomía verdadera, la que no envenena el alimento
que produce, es inmanejable para pools
de siembra pero más económica y rentable para pequeños y medianos productores; requiere
mejor atención de suelos agua y cultivos, por lo que genera empleo e igualdad,
además de ser saludable y sustentable.
El autor, al
fin de tanto esfuerzo persuasivo, nos llama al diálogo civilizado (tal el fin
de estas líneas); a apelar a criterios lógicos (apelo, ruego, suplico); y a la
“certeza científica”, cuestión muy discutida.
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