Los pescadores locales, sin posibilidad de competencia, se tienen que mudar a las ciudades o emplearse en las empresas que más han crecido al amparo de esta desgracia (y completan el porqué de tanto pescado): las granjas marinas. Con un desarrollo tres veces superior al de la agricultura, del 35 al 40 por ciento del pescado (y casi todo el salmón que comemos) y los crustáceos que se venden en el mundo vienen actualmente de esas granjas líquidas. Enormes jaulas de agua en medio del mar que pueden contener millones de peces que crecen prácticamente inmóviles en aguas que se pudren producto del hacinamiento. Los ojos de estos peces estallan en sangre mientras sobreviven entre parásitos y bacterias. Entre otras porquerías se los alimenta con maíz, y se les suministran antibióticos, alguicidas y tranquilizantes. Las costas que albergan estos emprendimientos se vuelven lodazales, los peces salvajes de zonas aledañas o se mudan o se mueren. Así como están las cosas, “imaginen que les sirven un plato de sushi: si ese plato contuviera todos los animales que murieron para hacerlo, el plato debería medir 1500 metros”, escribe Jonathan Safran Foer en Comer animales (Seix Barral). En este libro de reciente edición en Argentina, Safran Foer recorre el terrible camino que siguen dentro de las granjas industriales no sólo los peces sino todos los animales que van a parar a nuestro plato y cómo eso ha modificado la vida del pescador y el granjero, de las aguas y de la tierra, a la vez que empobrece la comida mientras pone en riesgo la salud del mundo entero.
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Productores en bancarrota por asumir los costos de la bioctecnología y pueblos enteros intoxicados con agroquímicos. Personas que consideran inmoral que el 50 por ciento de los granos que se cultivan sean utilizados para alimentar a animales (que a su vez sólo alimentan a una pequeña porción de la humanidad) y que 100 millones de toneladas anuales de granos sean usadas para crear biocombustibles (un hecho condenado por Jean Ziegler, de la ONU, como crimen de lesa humanidad). Científicos que alertan sobre el consumo de transgénicos, consumidores enfermos o parientes de víctimas directas de la comida y ambientalistas con una denuncia cada vez más atendible: el sufrimiento al que son expuestos miles de millones de animales criados bajo las condiciones más sádicas con el fin de optimizar el tiempo y maximizar las ganancias de las compañías.
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Los transgénicos no sólo no tienen genes que los vuelvan más ricos en algún nutriente (como se dijo algún día que ocurriría) sino que cada día están más sospechados y relacionados con alergias, enfermedades del sistema inmunológico, nervioso y endocrino y otras patologías.
Los transgénicos no sólo no tienen genes que los vuelvan más ricos en algún nutriente (como se dijo algún día que ocurriría) sino que cada día están más sospechados y relacionados con alergias, enfermedades del sistema inmunológico, nervioso y endocrino y otras patologías.
Los alimentos procesados están llenos de rellenadores económicos sucedáneos de la soja como la lecitina o endulzantes como el jarabe de alta, fructosa proveniente del maíz; conocidos como “anti nutrientes”, son responsables entre otras cosas de los altos índices de obesidad y diabetes que hay en las ciudades desarrolladas.
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En la expansión verde, las vacas se trasladaron del campo a los feedlots, los cerdos de sus chiqueros a galpones de engorde intensivo y los pollos a cámaras oscuras de crecimiento acelerado. La vida de los criadores y la calidad de todos estos alimentos se han empobrecido cuantificablemente: la carne de hoy es más rica en grasas saturadas y remedios. El cambio en sus dietas y los espacios cerrados en donde se hace vivir a los animales cubiertos por sus propios excrementos volvió el terreno propicio para la aparición de virus y bacterias nuevas, o viejas pero mutadas. Es tal la cantidad de antibióticos que se les aplica para que aguanten y sobrevivan y que luego consumimos nosotros en forma de carne que las enfermedades en humanos se han vuelto cada vez más resistentes. Escherichia coli, salmonella, gripe aviar y gripe porcina son riesgos que se relacionan directamente con las granjas industriales. Y la obesidad avanza, y el cáncer avanza y los problemas cardíacos y la infertilidad y una larga lista de etcéteras. Si bien la mayor responsabilidad de este desbarajuste recae en países como Estados Unidos y China, no hay sociedad que esté exenta de sufrir las consecuencias.
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¿Existe el modo de salir de esto o la fecha de vencimiento de la humanidad está escrita en letra invisible sobre cada tiquet de supermercado? Uno de los fenómenos más llamativos en la proliferación de estos documentales y libros es que, pese a todo, subyace la esperanza. Porque hay quienes ven en el colapso las semillas del cambio: un modo de leer el presente compartido también por los que en estos meses copan las plazas del mundo protestando contra este sistema tan injusto. Se trata de barajar y dar de nuevo para recuperar las pequeñas producciones locales, redistribuir el consumo globalmente, resignar un poco de confort o del gusto entre los que vivimos en sociedades desarrolladas (disminuir el consumo de carnes, por ejemplo, sería un primer paso) y alentar los nuevos movimientos que surgen en beneficio de las personas y los ecosistemas. Así como estamos hoy, en el tiempo que toma leer esta nota, siete mil personas más están entre nosotros. Si no nacieron en un país en guerra, si llegan a sortear el hambre y la pobreza, si pueden crecer hasta elegir y cuentan con una sola herramienta para seguir adelante, ésa debería ser la información para saber qué es lo que están comiendo, cuál es su origen y el proceso que atravesó antes de llegar a su plato, para no ser uno más de los tantos que sin saber juegan en cada comida a la ruleta rusa.”
Artículo completo: http://www.arqsustentable.net/actualidad_riesgocomer.html
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