martes, 10 de marzo de 2015

Por qué nos inundamos

Fuente: http://www.unosantafe.com.ar/santafe/Lluvias-y-una-ecuacion-letal-20150308-0038.html


Lluvias y una ecuación letal

La drástica modificación que sufrió el escenario agrícola en los últimos años con el avance de la soja y pérdida de bosques nativos. Las consecuencias que sufren las urbes por el cambio climático.
 

En la Ruta 19. A la altura de la localidad cordobesa de Arroyito un productor saca el agua de su campo hacia la ciudad.

Lo que vino a develar esta lluvia extraordinaria es el estado de degradación profunda del ecosistema agrario y la falta de políticas de adaptación ante el cambio climático. Cuando dijimos que los desastres hídricos en la cuenca del Salado 2003 y Santa Fe 2007, eran una advertencia no nos equivocamos.
Vino después la inundación de Tartagal, la de La Plata, y ahora esta catástrofe de magnitud y extensión históricas que se abate sobre seis provincias, principalmente Santa Fe, Córdoba y Santiago del Estero. “Casualmente” en plena área de monocultivos del país. Pero no es “un tsunami que cayó del cielo”.
Ni es solo el cambio global del clima, innegable ya, que nos dice a gritos que esto se repite con cada vez más frecuencia e imprevisibilidad. Y que hace falta ver claramente todos los factores que integran la “ecuación letal”: deforestación masiva, pérdida de la capacidad absorbente del suelo, desecación de humedales, lluvias extremas, asentamientos humanos en sitios vulnerables, ausencia de planificación y de readecuación de la infraestructura.
Cada uno de estos ítems merece ser desglosado. Todo está a la vista. Si uno viaja por la autopista Buenos Aires-Rosario, Rosario-Córdoba, Rosario-Santa Fe, o desde Córdoba hacia al norte por la ruta a Jesús María y sigue hacia Salta no hay más que un inmenso mar de soja. Hoy un mar de soja y agua. Agua que se vuelca sobre los pueblos. Agua que arrasa puentes, rutas y caminos que prolijamente habremos de pagar.
El paisaje tradicional del campo que veíamos cuando niños ya no está. No están las cortinas forestales –que promocionaba el Estado–; no están los montes de reparo –donde se guarecía el ganado–; ni el arbolado de los caminos rurales. Todo ha sido sistemáticamente talado en el afán cortoplacista de ganar centímetros hasta el borde del alambrado; y a veces hasta el borde del asfalto.
En más de 20.000.000 (veinte millones) de hectáreas solo de soja transgénica el “paquete tecnológico” productivista deja de lado también la rotación de cultivos y satura los suelos –y las aguas– con miles de toneladas anuales de herbicidas y pesticidas, mientras se pierden cientos de miles de toneladas de nutrientes –me remito a los estudios del doctor Pengue en la UBA. Pareciera que la “labranza cero” y el creciente agregado de fertilizantes sintéticos no es suficiente para detener la pérdida de esponjosidad del suelo, ni la pérdida de fertilidad –sinónimo, además, de pérdida de rentabilidad.
Hace más de un siglo
Notablemente, en su trabajo “Las secas e inundaciones en la provincia de Buenos Aires”, de 1884, Florentino Ameghino advertía que “la mayor parte de los que se dedican al cultivo en gran escala son arrendatarios que tienen los campos por un limitado número de años. Lo que buscan es sacar de ellos el mayor provecho posible, sin que nada les importe que después queden arruinados. Si el agua no se retiene donde cae, debido a que los suelos están extenuados, habrá inundaciones; luego sobrevendrán las sequías. Además, la plantación de árboles debería desempeñar un papel importantísimo para evitar las sequías e inundaciones”.
Lamentablemente este texto, que debería ser de lectura obligatoria en todas las escuelas del país, no se trata siquiera en las facultades de Agronomía, ni Ciencias Hídricas.
Efectivamente, son los árboles los que a través de las raíces infiltran el agua de lluvia hasta las capas profundas del suelo y del subsuelo. Igual función, irreemplazable, cumplen los humedales –lagunas, esteros, cañadas–, capaces incluso de recargar los acuíferos.
Esto es parte del nuevo concepto de “infraestructura verde” que, en base a las capacidades de la naturaleza, sería un aliado insustituible para mitigar las consecuencias de los daños que hemos infringido a la propia naturaleza. Ya no basta con “infraestructura gris” –cemento, acero. Los desafíos del siglo XXI son ante todo un desafío al pensamiento crítico y creativo capaz de mantenerse independiente de la ineficiente tendencia tecnológica predominante, que tanta responsabilidad tiene en el mundo frágil e inseguro en el que nos toca vivir, o sobrevivir.
Boom y colapso
¿Seremos capaces como sociedad de cambiar de vía? Salir del carril de desarrollismo a ultranza con sus externalidades e impactos económicos y sociales crecientes –y seguramente impagables–, para pasar a un modelo sustentable de aprovechamiento del suelo agrícola y los recursos naturales. Un sistema capaz de recuperar la agricultura familiar, la pequeña y mediana escala, el respeto y la convivencia con porciones de ecosistemas naturales remanentes o restaurados. Un sistema capaz de frenar la emigración rural, la desaparición de más de 500 pueblos rurales que hoy agonizan, y de crear trabajo en vez de destruirlo.
Mucha gente se pregunta hoy si esto será posible, y qué debemos hacer. Como no hay recetas, parte de nuestra esperanza está en la conciencia creciente de una opinión pública informada, en el rol de los comunicadores que –saliendo del relato epidérmico y sensiblero de los “grandes medios”–, sea capaz de aportar a un análisis responsable.

Esta ciudadanía consciente puede reflejar su influencia en los mecanismos democráticos hacia mejoras en la legislación, incluidas nuevas leyes y políticas públicas. En que quienes deben ejecutar y controlar que las leyes se cumplan realmente lo hagan –para que no ocurra lo mismo que con la ley de bosques.

Esto sería muy bueno además para los propios productores, si es que quieren que sus hijos y nietos sigan viviendo de la tierra. Quienes están en el camino de la insustentabilidad también pagarán un alto costo cuando por la extenuación de los suelos y la repetición de estas catástrofes se pierda definitivamente la rentabilidad. Esto que nos sucede ya ha pasado. Pasó con el quebracho con el caucho en Amazonia, con la fiebre del oro. Es el conocido esquema de “boom y colapso”, cuyos costos seguramente, como ahora, afrontaremos todos de nuestro bolsillo a través de la ayuda de emergencia de las provincias y del Estado nacional.
Hay que dejar de subsidiar el “motor económico” que nos lleva a un callejón sin salida y construir sin demora otro motor. Sabemos que es posible. Cuanto más se tarde, mayores serán los costos económicos, ambientales y sociales que habremos de pagar.
Jorge Cappato/ ​Director General Fundación Proteger/ Especial para Diario UNO de Santa Fe

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