miércoles, 1 de junio de 2011

Epoca de Siembra

    Por la mitad de la carrera de agronomía me tocó vérmelas con bioquímica. Advertir el tamaño del libraco y el del mapa de micro y macromoléculas que corren dentro y fuera de cada célula de un simple ser humano (o planta o bicho) era para salir disparando ¿Quién iba a aprender todo eso? Pero esa es la hazaña común de cada universitario con sus materias. Lo llamativo -reflejando la cosa a la distancia- es que al tiempo, cuando me topé con Terapéutica Vegetal, tuve que estudiar de memoria, sobre una enorme cantidad de agroquímicos, el nombre de la droga o principio activo, los diferentes nombres comerciales, qué controla, en qué momento del ciclo, y muchos detalles más, pero nada que vinculara una materia con la otra: ¿Cómo inter-actúa químicamente la molécula del veneno con la del organismo vivo?

    Pasaron muchos años hasta que empecé a entender por qué ese conocimiento no se transmitía. Me contaron que hoy esa misma –mi queridísima- Facultad de Agronomía de la UBA tiene adentro carteles publicitarios de Nidera y Monsanto. En los ’70 había genocidio y saqueo del país pero se tapaban las apariencias; no había tanto descaro, y poca gente entendía por qué los futuros agrónomos no estudiábamos el mecanismo de toxicidad de los productos fito-terapéuticos, o apenas se nos mencionaban las técnicas de producción orgánica. O a quién convenía que se leyera el marbete de un producto sin poder cuestionarlo mucho.
    Por nuestro lado, queríamos trabajar y la mayoría de los productores que nos consultaba algo, preguntaba “¿qué le puedo echar a cultivo?” Como si una sustancia mágica fuera a compensar todo contratiempo climático o cultural de su plantación. Y así nos fuimos comprando el argumento de que la única agronomía económicamente posible es la que utiliza plaguicidas en cantidad. Eso, en realidad, depende de las políticas de precios, impuestos, etc. que fije el Estado.
    Algunos sospechábamos que la entonces incipiente industrialización de la agricultura y la ganadería traería problemas sociales; ahora, el daño a la salud que nos estamos haciendo es patéticamente visible -al menos el ataque grosero-: la mitad de los niños argentinos está expuesto a un grado sensible de contaminación. En un análisis más fino y meticuloso, podemos constatar que todos, chiquitos y grandes, estamos siendo intoxicados de a poquito.
    Hay una lógica impuesta por la imperiosa necesidad, que tenemos todos, de comer alimentos sanos, y por la urgencia en detener la pulverización de venenos cerca de urbanizaciones. Toda población debe tener un cordón protegido amplio, de al menos un kilómetro hacia afuera de las casas más alejadas, donde sólo se permita forestación o agricultura orgánica.
    Y me atrevo a pedir, aunque pueda sonar a interés gremial, que para la compra de agro-tóxicos se exija la firma de un ingeniero agrónomo que certifique estar monitoreando el cultivo a tratar, así como supervisando las aplicaciones del producto.

Roberto Rabello
Ingeniero Agrónomo

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